René Magritte

La Belle Société
Nombre La Belle Société
Año 1965-66
Técnica Óleo sobre lienzo
Dimensiones 81 × 65 cm

La Belle Société

Los surrealistas compartían un mismo objetivo, pero diferían en el método para lograrlo. Siguiendo las directrices de André Breton, todos ellos aspiraban a expandir los límites de la realidad incorporando la experiencia de los sueños; liberarse del corsé de la razón y abriéndose al deseo y la intuición. En cuanto a los procedimientos, unos optaron por investigar nuevas técnicas para crear obras dictadas por el azar, mientras que otros prefirieron trastocar los mecanismos tradicionales de la percepción sirviéndose de medios convencionales. Entre los primeros destacaron Max Ernst, Roberto Matta o André Masson; los más claros exponentes de la segunda corriente fueron Dalí y dos pintores belgas: Paul Delvaux y, especialmente, René Magritte.

A diferencia de Dalí, Magritte (Lessines, Bélgica, 1898 – Bruselas, 1967) no trató de hacer enigmático su trabajo como pintor. En 1962 decía: «Mi pintura es lo contrario del sueño, ya que el sueño no tiene la significación que se le da. Yo no puedo trabajar más que en la lucidez. Ésta viene sin que yo lo quiera. A eso se le llama también inspiración.» Su propósito era crear «imágenes que evocan el misterio del mundo», y para eso, decía, hay que “estar bien despierto”. Muy despierto, Magritte se convirtió en un maestro de las paradojas visuales, de la quiebra de la lógica a través del encuentro de realidades muy distantes. Así surgen manzanas que ocupan habitaciones enteras, figuras masculinas con abrigo, paraguas y bombín que caen como gotas de lluvia o aves compuestas de hojas.  La Belle Société incluye elementos recurrentes en su iconografía: el hombre con bombín, que aquí aparece en dos siluetas, y el paisaje con nubes. Y echando mano de su recurso habitual, la evocación del misterio de la que hablara el artista se consigue yuxtaponiendo estos dos mudos tan ajenos.

Esto no es un sombrero, ni un melón. Es un bombín

En 1926, René Magritte creó una figura que retomaría obsesivamente en la década de los cincuenta del siglo XX para no abandonarla hasta su muerte en 1967, un año después de terminar La Belle Société. Se trata de un caballero anónimo vestido con abrigo oscuro, camisa blanca y corbata, tocado con un bombín, el sombrero predilecto del propio pintor. 

Esta figura masculina, a menudo considerada un alter ego de Magritte, abunda en su interés por los rostros ocultos, velados o ausentes. Es una efigie reconocible, uniforme e impersonal, con la que el espectador se identifica primero, para después desconcertarse. La figura se representa de espaldas, escondida tras una manzana flotante, clonada en forma de lluvia o como mera silueta: gracias a estas estrategias en esencia surrealistas, el pintor deshumaniza al personaje para convertirlo en un contenedor abierto a nuevos significados. De nuevo, Magritte aplica un recurso poético para articular su particular lenguaje de las imágenes. 

En La Belle Société, el caballero con bombín es una silueta doble y parcialmente superpuesta; una ventana abierta a dos paisajes dispares e incompletos. El hombre con bombín es a su vez autor y espectador, retrato y paisaje, en una circularidad inconclusa que no ofrece respuestas sino nuevos territorios para la ensoñación. El extrañamiento se produce en ese deslizamiento lúdico entre lo real, lo aparente y lo insólito. 

El caballero con bombín de Magritte se asocia acertadamente con El hombre sin atributos, de Robert Musil, una novela inacabada pero de enorme influencia tras su publicación en el período de entreguerras. Su personaje principal, Ulrich, encarna la crisis del racionalismo y el carácter caótico y paradójico de la modernidad: «De una figura también se dice que es una imagen. Y también de una imagen se podría decir que es una figura, pero ninguna de las dos es una igualdad. Y precisamente porque pertenece a un mundo ordenado no según la igualdad, sino según la figuralidad, se puede explicar la fuerza de la sustitución, el efecto imponente de imitaciones oscuras y poco semejantes…». En palabras del historiador Philipp Blom, Ulrich es el «cronista impasible de las locuras del mundo y también de las suyas». Pese a que esta referencia culta ofrece una interpretación posible, es probable que el hombre sin cualidades de Magritte se inspirase directamente en un personaje cinematográfico enormemente popular en su tiempo, y especialmente reivindicado por las vanguardias: Charlot. Para los dadaístas y surrealistas, el personaje de Chaplin era un icono antiburgués que, además de alterar y ridiculizar el atuendo estandarizado del gentleman (traje, corbata, bombín, bastón), era capaz de generar sucesos extraordinarios a partir de una resistencia, deseada o involuntaria, a lo banal. El bombín era un atributo perfectamente identificable y vinculado a Charlot, sin duda el personaje que mejor habló de las locuras del mundo a través de las suyas propias. Del mismo modo, el bombín era un símbolo de la ortodoxia masculina que podía resignificarse al vincularse estrechamente con el imaginario y la imagen pública de un pintor surrealista. De todos los elementos que conforman la iconografía de René Magritte, el bombín es el más reconocible y supone un nexo inmediato entre la idiosincrasia del autor y su iconografía. 

 «Me gustan el humor subversivo, las pecas, las rodillas y el cabello largo de las mujeres, la risa de los niños en libertad» @RenéMagritte

El historiador del arte Valeriano Bozal describió la ironía como «el marco en que las evidencias se impregnan de lo mejor que la modernidad posee: su capacidad de dudar». Al asumir el arte como un lenguaje autónomo y no como mera imitación o sustitución de la realidad, las vanguardias incorporaron en muchos casos la duda y el interrogante como punto de partida para cuestionar el orden establecido. Así, la ironía, el sarcasmo y el humor absurdo o subversivo se convirtieron en pilares fundamentales de movimientos como el dadaísmo y el surrealismo. Al firmar y exponer como obra de arte un urinario, Marcel Duchamp no hizo sino recurrir a una ironía tan eficaz que acabó convirtiendo esa acción irreverente en una de las obras fundamentales del siglo XX. 

En palabras del crítico Maurice Nadeau, el humor era el Dios al que «Breton y sus amigos veneraban», un recurso creativo esencial para expresar la disidencia del movimiento surrealista. El humor de los surrealistas era negro, trataba de conciliar su ansia de acción y de juego con la expresión constante de su oposición a las convenciones burguesas. Valgan como ejemplo las «cenas de idiotas» organizadas por los miembros del movimiento, que competían por traer al invitado más estúpido a la velada.

Magritte fue un surrealista de pleno derecho, admirado y validado por el impulsor del movimiento, André Breton; sin embargo, la metodología del pintor belga distaba de la de sus compañeros franceses. Más sistemático y cerebral, su sentido del humor no buscaba golpes de efecto sino choques visuales, resultado del encuentro inesperado entre cosas que no tienen nada en común. Magritte generaba estas asociaciones ilógicas con un uso realista pero alterado de los elementos pictóricos clásicos: las figuras, los objetos y los fondos. La ambigüedad, la descontextualización y el juego permanente entre el referente y su pérdida producen en el espectador un desconcierto sutil y anhelante: quien se enfrenta a un cuadro de Magritte aspira a desvelar sus misterios. 

El uso de la ironía no se limitaba al marco pictórico en el caso de Magritte. Su   interés por el lenguaje poético culminaba en una acción concreta, esencialmente surrealista: no era el pintor sino sus amigos los que titulaban las obras. Otra vuelta de tuerca en su voluntad de subvertir la autoría y la narrativa convencionales. La «bella sociedad» a la que hace referencia el título de esta obra puede interpretarse de múltiples maneras, también en clave de humor: el adjetivo haute se cambia por belle, y el cuadro deja de representar la alta sociedad encarnada por la silueta con bombín para reflejar las aspiraciones de evasión y belleza del hombre anónimo. Liberado de su contexto y su corsé, el alter ego del pintor sueña con paraísos naturales. 

El surrealismo era un movimiento literario que alcanzó el cénit en sus expresiones plásticas. Los poetas y pintores del movimiento tenían un denominador común: la libre apropiación del lenguaje y la construcción de nuevos significados regidos por el impulso y la belleza, en contra de la norma y la coherencia.