Eduardo CHILLIDA

Homenaje a la mar III
Materia, forma y espacio son los elementos esenciales de la obra de Eduardo Chillida (San Sebastián, 1924-ibídem, 2002), gran renovador de la escultura abstracta contemporánea. Chillida inició estudios de arquitectura, pero los abandonó pronto para dedicarse a la escultura. En 1948 se traslada a París, donde entabla amistad con Pablo Palazuelo y participa en sus primeras exposiciones. Muy pronto, el hierro aparece como un material fundamental en sus obras, como antes lo fuera para otros grandes escultores españoles, como Pablo Gargallo o Julio González, y le relaciona con los trabajos de David Smith.
La filosofía de Heidegger, el zen, la mística, la música o la arquitectura están presentes en una obra donde domina la contraposición de principios opuestos, como lleno y vacío, línea y masa, o luz y oscuridad. De forma recurrente, explora temas como el horizonte o el mar, y realiza homenajes a los artistas y pensadores a los que admiraba: San Juan de la Cruz, Omar Khayyam, Johann Sebastian o Juan Gris.
Chillida otorgaba gran importancia a la elección de los materiales, lo que le llevó a investigar, además del hierro, la piedra, el hormigón, el acero, el alabastro, la terracota o la madera, a los que extrajo todas sus cualidades expresivas. Precisamente, la escultura Homenaje a la mar III nació determinada por los colores y las vetas del alabastro, piedra que utiliza por primera vez en los sesenta, tras su regreso de un viaje a Grecia, donde al parecer, quedó fascinado por la luz y el color de la arquitectura clásica en mármol. El alabastro es blando y le permite crear pequeñas oquedades en su interior. Para Chillida, “el alabastro es un material en el que puedes conseguir que la luz se manifieste en las aristas de una manera increíble. Es el único material que tiene esa virtud”. Los espacios sugeridos recuerdan al carácter abrupto del acantilado cantábrico y, al captar la luz, evocan el color de la espuma del mar.
Esculpir el vacío
Eduardo Chillida es uno de los mayores exponentes de la escultura abstracta en el ámbito europeo de posguerra. Nacido en San Sebastián en 1924, fue primero portero de su equipo de fútbol, la Real Sociedad, hasta que una lesión le hizo buscar nuevos horizontes. Tras iniciar la carrera de arquitectura en Madrid, abandona dichos estudios para dedicarse exclusivamente al dibujo y la escultura a partir de los años cuarenta. Durante una estancia en París, descubre las líneas puras y el trabajo del vacío en la escultura arcaica del Museo del Louvre y entabla amistad con el pintor y escultor Pablo Palazuelo. Ambas influencias inciden en su rechazo de la piedra y de la escultura figurativa. De regreso a su ciudad de origen, en 1951 comienza a trabajar como aprendiz en una fragua de la ciudad herrera de Hernani.
Artistas como Julio González, Pablo Gargallo y Picasso habían logrado unir la vieja tradición herrera española con el espíritu de la modernidad. En 1930, González demostró con su Don Quijote que la figura podía estar constituida por un vacío envuelto en hierro. Un concepto —el vacío opuesto al volumen— que iba a ser clave para Chillida a partir de los años cincuenta. Pese a que en ese período el trabajo escultórico en hierro y acero se expandió de forma notable, con casos destacados como el del norteamericano David Smith o el británico Anthony Caro, Chillida reveló las cualidades expresivas del hierro como ningún otro escultor del siglo XX. El metal se fundía y se martilleaba, se cortaba y se soldaba, era maleable, dinámico y resistente. Tanto sus características estéticas como la ruda gestualidad que implicaba trabajarlo parecían las apropiadas en unos años en los que la sociedad española y la europea buscaban reconstruir su identidad tras la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial.
Entre 1954 y 1966, Eduardo Chillida realizó diecisiete versiones de Yunque de sueños, una obra que exalta un trabajo mítico y ancestral, el de la herrería, mediante la combinación de la madera tosca del pedestal con las formas punzantes y el volumen aéreo del hierro. El poeta y escritor mexicano Octavio Paz dijo a propósito de esta escultura que «el yunque adquiere las propiedades del sueño y […] se transforma en su contrario y así vuelve a ser espacio vacante».
En 1968, Chillida conoce al filósofo Martin Heidegger en una galería de arte de St. Gallen, en Suiza. Por aquel entonces, el alemán teorizaba sobre la relación intrínseca entre la obra y el espacio, el concepto que precisamente estaba poniendo en práctica el escultor vasco. Al año siguiente, publicaron juntos El arte y el espacio, una respuesta en clave filosófica y plástica a las dudas que compartían: ¿Es el espacio el origen de la obra de arte? ¿Qué valor tiene el entorno? ¿Cómo ocupan las creaciones el vacío? Al revisar este libro, y el conjunto de la obra de Chillida, se hace evidente que el principal propósito del escultor siempre fue hacer visible el espacio.
Raíces profundas abiertas al mundo
«Considero mi obra unida a esta tierra y, por lo tanto, abierta a lo universal; hay que ser de algún lugar y tener las raíces profundas unidas a la tierra para abrirse al mundo». Eduardo Chillida sintió siempre un fuerte vínculo con su País Vasco natal, nexo que expresó a través de los materiales, las formas y la manera de esculpir sus obras, en un intento de formular una identidad íntimamente ligada a su entorno directo, para después abrirla al mundo.
Además de retomar la tradición herrera de su tierra y los materiales que le eran propios, Chillida mantuvo un diálogo constante con la naturaleza vasca, definida por las costas abruptas abiertas al Cantábrico, sus bosques y una oscuridad que contraponía a la luz del Mediterráneo. A mediados de los años sesenta, Chillida descubre en Grecia las cualidades lumínicas de la escultura y la arquitectura en mármol, una inspiración que vuelca en el uso de un nuevo material: «el alabastro es un material en el que puedes conseguir que la luz se manifieste en las aristas de una manera increíble». Chillida quería confrontar la «luz blanca de los griegos» con la «luz negra» del Cantábrico. En Homenaje a la mar III, el escultor desbasta el espacio interior de un bloque de alabastro. Escarbando el material, crea oquedades como pequeñas cavernas de un acantilado tan blanco como la espuma.
En 1976, Chillida culmina una serie de obras que monumentaliza sus investigaciones en torno al vacío y el espacio, poniendo la escultura en relación directa con el paisaje natural vasco. Sus célebres peines del viento son tres esculturas situadas en un afloramiento rocoso de San Sebastián, que dialogan con la espuma, el viento y las olas. En ellas, es tan importante el vacío, la visión del mar enmarcada por el acero, como interacción poética de dicho material con el paisaje. La naturaleza se convierte en un elemento que interviene sobre la escultura, llegando a formar parte integrante de ella, uno de los logros más destacados de la obra de Chillida.
Chillida llegó a soñar con vaciar la montaña mágica de Tindaya, en Fuerteventura, un proyecto ambicioso, polémico e inacabado que pretendía poner fin a su eterna confrontación entre el espacio y el vacío: «Tuve una intuición, que sinceramente creí utópica. Dentro de una montaña crear un espacio interior que pudiera ofrecerse a los hombres de todas las razas y colores, una gran escultura para la tolerancia».
La relación entre el arte y la naturaleza fue también fundamental en el proyecto del Chillida Leku, el lugar de Chillida. El artista quería «encontrar un espacio donde pudieran descansar mis esculturas y la gente caminara entre ellas como por un bosque». En esta ocasión, no se trataba de un sueño utópico. En 1983 adquirió en Hernani, a pocos kilómetros de San Sebastián, un caserío en ruinas del siglo XVI rodeado de un jardín de once hectáreas poblado de hayas, robles y magnolios. Él y su esposa remodelaron durante años el lugar para convertirlo en un espacio de verdadera comunión entre arte y la naturaleza de su tierra. Actualmente, el Chillida Leku es uno de los museos más singulares de Europa, confeccionado en sí mismo como una gran obra de arte. Las esculturas se integran en el paisaje como si siempre hubieran formado parte de él, y Chillida descansa bajo uno de los magnolios de su jardín.