María Blanchard

Nature morte cubiste
Nombre Nature morte cubiste
Año 1917
Técnica Óleo sobre contrachapado
Dimensiones 90 × 80 × 8 cm

Nature morte cubiste

Una de las pioneras de las vanguardias de inicios del siglo XX, María Blanchard (Santander, 1881-París, 1932)  sigue siendo una artista bastante desconocida, a pesar de sus extraordinarios méritos. Contribuyó a esta escasa visibilidad el que a su muerte su familia retirara sus obras del mercado, y el desdén de la crítica,  tradicionalmente masculina. 

A los 22 años se traslada a Madrid, donde comienza su formación artística, y en 1909 fija su residencia en París, ciudad en la que desarrollará su obra y llevará una vida marcada por la precariedad. En la capital francesa recibe clases de Anglada Camarasa, y María Vassilieff, y se suma al movimiento cubista. En contraste con la incomprensión que encontró en España, la vanguardia parisina acoge a la pintora con respeto y admiración. El pintor mexicano Diego Rivera, con quien compartió casa, diría de ella: “Su paso por el cubismo produjo las mejores obras de este, aparte las de nuestro maestro Picasso”. Nature morte cubiste, pertenece a la última parte de su periodo cubista. Apenas un año después de pintar este cuadro, María Blanchard inició una nueva etapa figurativa, que continuará hasta el final de su vida. El bodegón es un género recurrente en los cubistas, como antes lo fuera para los pintores barrocos, y les permite centrarse en los aspectos puramente formales, pues los motivos son siempre objetos cotidianos. Aquí esos objetos -la sartén, la copa, la mesa- aparecen de manera esquemática, con trazos muy finos que delimitan superficies de colores planos. La influencia de Juan Gris, y su visión del cuadro como una arquitectura plana coloreada, se revela en el carácter constructivo de la obra, en el diálogo entre elementos geométricos –las ondulaciones, a derecha e izquierda; las circunferencias arriba y abajo; los contornos rectangulares…- que recuerda el concepto de “rimas plásticas” de Gris.

La cuarta dimensión

Aunque la primera exposición cubista tuvo lugar en 1911 en el Salón de los Independientes de París, los orígenes del movimiento se remontan a principios de la década. Encabezado por Pablo Picasso y Georges Braque, el cubismo se inspiraba en la técnica del postimpresionista Paul Cézanne de incluir varios puntos de vista en una misma composición. Fue una vanguardia radical que sin embargo partía de géneros tradicionales como el paisaje o la naturaleza muerta. Georges Braque declaró: «Lo que me atrajo en particular —y se convirtió en la principal dirección en el cubismo— fue la materialización de este nuevo espacio que percibía. Así empecé a concentrarme en la naturaleza muerta, porque la naturaleza muerta posee un espacio táctil, que casi se podría describir como manual […]. Para mí, esto estaba en correspondencia con el deseo que siempre había sentido de tocar una cosa más que limitarme a observarla. Este espacio me atraía tanto porque la búsqueda de espacio era principalmente una búsqueda cubista. El color solo tenía un papel menor». El cubismo fue, en efecto, un movimiento conceptual, derivado o abstraído en algún modo de la naturaleza, que dio prioridad a la forma sobre el color. Pero no a cualquier forma, sino a una forma que exploraba nuevos modos de representar la tridimensionalidad del espacio, ajena a la perspectiva renacentista.

El cubismo era un movimiento muy intelectualizado y técnicamente difícil. Heredero de la nueva psicología perceptiva del siglo XIX, recogía el cuestionamiento contemporáneo de nuestros sentidos, una puesta en duda de la fiabilidad de nuestra percepción que recorrió la filosofía y la ciencia del siglo XX: lo que percibía el ojo se consideraba una ilusión óptica en la cual no se podía confiar del todo. El pintor cubista plasmaba puntos de vista cambiantes y representaba, por ejemplo, una mesa desde arriba, de lado o desde abajo, como si se unieran en un mismo plano las visiones de un hombre en pie, sentado y agachado. Las formas, aplanadas y privadas de volumen, se descomponían y se volvían a ensamblar en el lienzo de manera forzada y fragmentada. Entre 1910 y 1912, el cubismo desarrolló su fase analítica y los objetos representados empezaron dividirse en partes cada vez más pequeñas, similares a las facetas de un cristal. El resultado de esta metodología era una superficie múltiple, pintada en tonos neutros en la que los objetos parecían estallar en un espacio que superaba su tridimensionalidad ofreciendo todas las perspectivas posibles de manera simultánea, lo que incorporaba un nuevo factor a la pintura: el tiempo. El crítico de arte Maurice Raynal concluía en su ensayo Qué es el cubismo, de 1913: «Esta es precisamente la ley que los cubistas han adoptado, extendido y codificado bajo el título de cuarta dimensión».

El cubismo analítico, centrado en la observación del objeto y el intento de representarlo de manera más racional que ilusionista, dio paso a una fase sintética, en la que los objetos volvían a ser reconocibles, la paleta de color se ampliaba y la experimentación espacial incorporaba nuevas técnicas como el collage. María Blanchard entró en contacto con el cubismo en París en 1915 de la mano de pintores adscritos a esta fase más amable del movimiento, Juan Gris y Jacques Lipchitz. Su obra Nature morte cubiste, de 1917, mantiene el interés por la multiplicidad de los puntos de vista, pero el colador, la botella y la copa son reconocibles y dialogan entre sí y con el espacio en que se insertan gracias a un uso inteligente de la luz y de un color claramente inspirado en la paleta de Juan Gris.

El cubismo no es masculino (ni femenino)

En la versión castellana del Dictionnaire de la peinture moderne publicado por Fernand Hazan en 1965 podemos leer lo siguiente: «Pintora de niños, María Blanchard se inclina con solicitud maternal sobre sus rostros a veces interrogativos, a veces ansiosos, y ninguna o muy pocas telas suyas, aunque den la sensación de una dicha tranquila y apacible, dejan de desprender una melancolía tenaz, cuyas raíces, sin duda, se encuentran en la vida dolorosa que vivió la artista […]. Bajita, gibosa, a pesar de su destino hostil, supo María Blanchard eludir el naufragio en un arte desesperado; pero su desdicha personal le ha dado el sentimiento de grandeza y de lo trágico cotidiano, que, a no ser por ella, estaría casi totalmente ausente en el arte de su tiempo]. En Nature morte cubiste, no hay niños, ni solicitud maternal, ni tenaz melancolía, ni parece filtrarse la «desdicha personal» de Blanchard: es un bodegón cubista. Sería incluso difícil determinar si ha sido realizado por un hombre o una mujer, ya que la paleta luminosa de grises y pasteles podría atribuirse a la influencia de Juan Gris, si bien es cierto que la crítica tradicional consideró esa paleta femenina contrapuesta a los colores neutros y sobrios de otros colegas como Picasso (el Picasso de la etapa cubista, no el del período rosa, que sí recurría a dicha gama de colores supuestamente femenina). La historia canónica del arte ha omitido a muchas artistas, pero cuando ha sido imposible omitirlas por su relevancia —especialmente cuando dicha relevancia era avalada por sus colegas de profesión, como fue el caso de Maruja Mallo o María Blanchard— se ha abordado su trabajo desde la excepcionalidad de su condición femenina, tratando de interpretar las cualidades plásticas o conceptuales de sus obras desde su ligazón a lo biográfico o buscando atributos de género en el uso de ciertas tonalidades o en la búsqueda de valores como la belleza o la armonía.

María Blanchard, nacida en Santander y formada en Madrid con pintores figurativos de tradición académica, se trasladó a París en 1909 y descubrió el color de la mano de sus nuevos maestros Hermenegildo Anglada Camarasa y Kees Van Dongen y otros pintores relevantes con quienes entabla amistad, como Diego Rivera. Mas fue gracias a Juan Gris, Jacques Lipchitz y particularmente a su mentora, la pintora María Vassiliev, que Blanchard entró en contacto con el cubismo, interesándose por el carácter experimental y cerebral de esta vanguardia.

Según el filósofo francés Henri Bergson, las capacidades creativas de la mujer se circunscribían a la reproducción biológica; una mujer no podía abstraerse, lo que la hacía poco apta para las artes. En tal contexto ideológico, el cubismo, un movimiento de marcado sesgo teórico, se consideraba eminentemente masculino, apartado de la expresividad, el color, la emoción, la delicadeza y otras cualidades habitualmente asociadas a la feminidad. Por ello tal vez, Blanchard tuvo que hacer grandes esfuerzos para no solamente ser admitida, sino respetada y valorada por su círculo. Ciertamente, participar de un movimiento de vanguardia en este período de colectivización de la práctica artística era un buen recurso para aquellas mujeres que desearan acceder a un ámbito de intercambio, estímulo, producción, exhibición y reconocimiento sin que su condición individual femenina las preasignase al fracaso. No obstante, y pese al prestigio que alcanzó su obra, expuesta incluso en la célebre muestra del Salón d’Antin de 1916 en la que Picasso enseñó por primera vez Las señoritas de Aviñón, Blanchard cayó en el olvido hasta su recuperación en el año 2012 gracias a dos grandes exposiciones. A Blanchard no le gustaba particularmente dejarse ver en sociedad y no tenía dotes para los negocios. Todo ello, sumado a que su familia decidió retirar su obra del mercado tras su muerte, condenó a Blanchard a un olvido temporal, y a una lectura de su obra excesivamente paternalista que conviene revisar en el siglo XXI.